Tenía el miedo y el frío de un amor anómalo calado en su corazón. Había pasado mucho tiempo. Quizá un día o dos, un siglo o probablemente, para él, un milenio interminable, duro y doloroso.
Se terció varias veces sobre el mismo banco, a la espera de algo que parece no llegar nunca, pero que si tienes paciencia, llega y logra cambiarte la vida.

Esperó. Mordiéndose las uñas. Mirando su reloj con su constante y perseverante tic-tac. Y así lo hizo, quizá un día, dos, o un siglo o un milenio. Y el día que no pudo más y se levantó, ella cruzó la esquina. Y como todas las cosas inexplicables que surgen sin querer y que aparecen en el momento más inoportuno, se cruzaron, chocaron, rieron y se invitaron a un café de historias sin prisa.

- Así es el amor -concluyó aquel hombre- Imprevisible, loco y descarado. Una enfermedad desproporcionada con una medicina indescifrable de cosas bonitas.

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Puente-Agobio le llaman algunos. No sé. En mi cortijo suena un taladro, pero se puede estudiar. Tranquilote, sí.
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